REALITY SHOW (solo show)
La serie de fotografías University Neighbours, realizada por Juan Carlos Martínez, nos muestra cómo el oficio de ver implica un juego con el otro donde nadie queda impasible. El clásico “ver y ser visto” es apenas la punta del iceberg de un proceso de interacciones plagado de controversias y, por supuesto, de roles de dominación o sumisión. Pocos episodios como la pintura orientalista del siglo XIX nos descubren esa compleja mecánica del ojo. En ella, el acceso a lo que está vedado, la mostración de lo oculto, se produce a través de un muy sugerente juego de desvelo. Literalmente, se corre el velo. Basta recordar Mujeres de Argel, pintado por Eugene Delacroix en 1834, para entenderlo. Como en aquellas imágenes, los modelos improvisados que el artista fotografía ahora nos dejan acceder a su intimidad de un modo a la vez robado y pactado. Se trata de encuentros no premeditados: Martínez paseaba por el campus y se acercaba a ventanas de desconocidos a los que pedía permiso para fotografiar en sus habitaciones desde la ventana. Pero que no desembocan, sin embargo, en capturas furtivas sino en elaborados retratos.
Así pues, la mostración de lo que puede entenderse como entorno de privacidad y la contemplación, siempre intencionada, de la intimidad del otro constituyen uno de los ejes de la mirada en la modernidad. Se trata de una tradición que surge, y adquiere su sentido, cuando estas dos esferas –la de lo privado y lo público- se convierten en aparentemente incompatibles. En este sentido, no deja de ser paradójico que la idea de vida privada, instituida entonces, surja cuando la burguesía industrial emergente reclamó un espacio propio donde “escenificar” su triunfo personal, al margen de la colectividad. Y es que la intimidad quedó desgajada de lo público no para sustraerse de la mirada ajena sino para portar más valor cuando fuera mostrada al extraño. Con ella aparecieron también las ideas del ojo como máquina deseante y del rito de la contemplación como culmen del impulso sexual. Ideas que interesan sobremanera a Martínez y que en la instalación Gay Stalker se ponen en juego plenamente. La pieza está compuesta por una serie de mirillas, procedentes de baños públicos o vestuarios donde han sido usadas como oteaderos clandestinos, que se han pintado con los tonos del arco iris. Es muy destacable de esta obra el modo en que formaliza las conductas, en el sentido de dar un soporte material a los juegos de la mirada, para a continuación convertir este objeto en metáfora del deseo.
Lo dicho hasta ahora no debería inducir a pensar que la mirada furtiva, o el voyeurismo, son siempre juegos consentidos, o expresiones cómplices de ciertos rituales sociales. Es evidente que nos vemos asaltados a diario por sistemas de vigilancia y control que invaden parcelas de intimidad que muchos consideran inalienables. Sin embargo, es necesario cuestionar esas certezas sobre las que, a menudo, debatimos acerca de la mirada al otro. Máxime cuando estos debates enarbolan argumentos de tipo ético o moral y cuando asumen la idea pre-moderna de la mirada como un mecanismo unidireccional y siempre autoritario.
Es precisamente este resbaladizo terreno el que pisa Juan Carlos Martínez cuando investiga el modo en que la realidad se despliega ante nosotros. Ordenado por un complejo sistema de dispositivos de representación y tecnologías de mediación, que llevan las posibilidades de la mirada a un territorio nunca antes alcanzado, el concepto mismo de “realidad” requiere ser revisado. Así lo sugiere el artista desde un amplio espectro de enfoques, que van de la captura de imágenes en directo desde las webcams de Internet a la apropiación de documentos de los mass-media o de Internet pasando por la búsqueda –cámara en mano- de esos lugares donde el voyeurismo se pone en juego de maneras no convencionales. Y cuyo objeto no es otro que investigar el efecto de refracción, convertido en un infinito juego de desviaciones, que se dan entre lo real y su representación, entre el acontecimiento y su rastro visible. Las consecuencias de estos procesos son múltiples, y en ocasiones inesperadas, pero se encuentran en la certeza de que definitivamente esa condición especular de la imagen que manejábamos hasta hace no demasiado tiempo, y que nos la presentaba como sucedáneo de un plano de experiencia superior, y más válido, ha caducado.
El título de la exposición no puede ser más certero, en este sentido. El espectáculo de la realidad nos habla del fin de una jerarquía, de la caída del dominio de lo real a manos del show; sin duda el más poderoso invento de la modernidad. El espectáculo maneja las pasiones de tal modo que ha conquistado el monopolio de tales sensaciones asociadas a la imagen. Y, lo que es más importante, ha conseguido que estas últimas sustituyan en muchos casos a la propia realidad. De manera que ésta se convierte, según la nueva lógica determinada por el imperio de los signos, en un juguete intercambiable. Porque lo real, si bien habla por sí mismo, no es visible sin un marco de lectura que, por lo general, le otorga la maquinaria del espectáculo.
La capacidad de la realidad para mutar en condiciones de exposición y en contextos de lecturas distintos fascina a Juan Carlos Martínez, y da sentido a muchos de sus proyectos. Sin embargo, su trabajo no parte de la crítica clásica que fijara Guy Debord en 1967, ni del paradigma de sociedad de control que desarrollaron Foucault y Deleuze. La lógica del reality show, en su caso, atiende a cómo lo real se ha hipertrofiado a través de la ficción que de sí mismo se ha construido. Y, sobre todo, cómo este proceso se ha instalado en cada recoveco de nuestra cotidianeidad. De manera que son los gestos anónimos y las representaciones amateur, las que mejor le sirven para interpretar este espectáculo.
En proyectos como Fraternity, el acento se pone en situaciones espontáneas que ofrecen un sesgo controvertido. Se trata, en este caso, de documentar actividades masculinas desde distintas formas para ver cómo oscila su capacidad de seducir al espectador. Estos ejercicios de documentación son tan reveladores porque, pese a la aparente frialdad de su enunciado, son incapaces de acallar esa intensidad que late en ellos. Pese a todas las trabas, incluso censuras, que sufren estas imágenes en otros contextos; quizás también gracias a ellas, muchas de las propuestas mantienen intacta esa fuerza de lo imaginario, mezcla de realidad y fantasía, que el artista quiere preservar.
En la base de otra de sus propuestas, Room Archive, se detecta una necesidad análoga de preservación. En este caso, se trata de parar el movimiento que es inherente a las nuevas tecnologías con las que trabaja. Fijar lo que no ha nacido para permanecer. Ahí radica su principal valor: no tratar simplemente de cortocircuitar la mirada y posarla furtivamente en lo que no se deja ver, sino transformar el real-time en algo que va más allá de lo inmediato. Detener el proceso para entenderlo, no sólo para consumirlo, aparece como una obsesión para Juan Carlos Martínez. Y lo es por varias razones, entre las que destacaríamos dos. La primera, y más sustanciosa, tiene que ver con el hecho de que para él esa imagen de la pantalla constituye en sí misma una experiencia de realidad perfectamente válida; quizá la única a la que tendrá acceso. De modo que ese material no es un residuo sino la materia prima con la que el artista se aproxima a otras realidades.
La segunda razón se relaciona con la necesidad de reposicionarse, de algún modo, en la lógica del medio donde se desenvuelve. Hay en Martínez un claro espíritu de conservación, de salvaguarda de experiencias visuales fugitivas. Pero ello no tiene tanto que ver con esa idea clásica del instante decisivo, sino con acotar un espacio y tiempo propios para aquello que circula en el más ubicuo y deslocalizado de los entornos, Internet. En este sentido, se relaciona con ideas del nuevo documentalismo. Martínez fotografía una habitación vacía, que es aquello que la cam muestra cuando quien se deja observar abandona la habitación donde se exhibe. Es como si, asediadas por la inmediatez y la eficacia narrativa, por ofrecer imágenes que digan mucho en muy poco, se propusieran estas otras fotografías de lo ausente, de lo que no ha de ser representado. Documentos, de apariencia insignificante que, por el contrario, despliegan una conciencia de la realidad iluminadora.
Óscar Fernández López